Descalzos, entre las calles empedradas, caminaban algunos medellinenses a finales del siglo XIX, unos porque no podían comprar este símbolo de estatus, otros porque se resistían a usar zapatos o, simplemente, no los necesitaban para sus pies anchos de campesinos.
Durante todo el siglo XIX, las calles de la ciudad permanecían a oscuras, solo la luna llena en noches de verano permitía a los parroquianos salir de paseo. Se cocinaba con leña, la diversión popular era una eventual compañía de ópera de tercera categoría y, en aquella época, el sol se escondía y la ciudad se metía dentro de las cobijas.
La gente vivía encantada, como en el limbo de la monotonía y la rutina. La vida de estos lugareños, sin prensa, sin clubes, sin cafés, sin parrandas, tenía que apacentarse en los remansos de la religión y el hogar.